Generalmente los campeones no le reconocen a nadie más que a sí mismo aquellos méritos que logran y la motivación sobre la cual fundamentan ese egoísmo necesario para poder concretar las metas que tanto desean no les da el tiempo -o tal vez, solo con la justicia del tiempo lo harán- para recapitular las infinitas experiencias que los llevaron hasta ese lugar donde todo se resume en aparentes derrotas o victorias pero que en realidad guardan pequeños espacios donde la visión estrecha hace que podamos leernos entre líneas.
Esa visión estrecha lamentablemente viene en los momentos de caídas. Somos humanos y nuestra experiencia del tiempo gira entorno al autoengaño y la utopía de la inmortalidad. Las madres saben muy bien esto ya que por eso eligen quedarse con alguien que no aman pero que puede darles seguridad o con hijos a los que deben proteger como niños incluso siendo muy mayores. Y no, esto no es un juicio de valor, es reconocernos a nosotros mismos como dueños de una historia que no por casualidad nos lleva hasta este momento de nuestras vidas.
Hay algo también importante que hay reconocerles a nuestras madres y es la capacidad que hoy tenemos de motivarnos para ser campeones o para ser simplemente cómplices de nuestras vidas. Ellas en general han dado todo lo que podrían dar pero en el principio nos han dado lo único que nos permite seguir por el camino del luchador, me refiero a la capacidad de seguir, de luchar y de volver a ponernos de pie aunque todo esté perdido. Esta es probablemente la primera definición de éxito en clave materna que todos hemos adquirido sin saberlo.
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