En mi sueño tenía
cerca de 70 años.
Me sorprendí al
verme con ese rostro tan desconocido para mí, incluso en el sueño.
Mi cara tenia un
aspecto que jamás hubiera pensado para mí mismo. Era mucho más grande y redondo,
tenía las mejillas hinchadas, las ojeras demasiado negras y la piel similar a
la del pollo cuando se lo prepara al microondas. No sentía que era yo realmente,
no era mi vida, sin embargo, era yo.
Sabía que era yo porque
estaba frente a un espejo y podía ver mi rostro. Entonces era yo. Lo acepté con
resignación; y mientras hacía eso en la estupefacción de mi reflejo, empezaron
a cruzar recuerdos. Recuerdos de cuando tenía 18 años.
En ese entonces
Lupe era una adoración secreta y Adán mi amigo más serio.
Cuando salíamos
del instituto a eso de las 8 de la noche, teníamos un ritual muy divertido.
Hacíamos
una especie de parkour como carrera de doscientos metros esquivando a más no
poder barandas, murallitas y rampas pequeñas que estaban en ese trayecto desde la
esquina del instituto Cervantes de educación física hasta la esquina de la
farmacia Americana.
Doscientos metros
de adrenalina. Nos encantaba.
La carrera
empezaba de improviso cuando, casi siempre, lanzaba el desafío con la ventaja
de anunciarlo mientras emprendía las primeras zancadas.
Esa pequeña
ventaja causaba en Adán que su normal cara de seriedad se tornara aún más dura.
A veces cuando estábamos en la mitad de la corrida yo lo miraba para ver si
cambiaba su expresión, pero casi siempre parecía aún más enojado, aún más
concentrado en ganarme.
Cosa que nunca hacía.
Yo era el más
rápido de los tres.
Las pocas veces
que perdí esa carrera de “parkour en velocidad” fue porque me distraía.
Me distraía con
la sonrisa de Lupe. Dios mío, nunca antes había visto ni escuchado semejante tipo
de mujer. Su cara era normal, aunque sus dientes exageraban el blanco. Contrastaban
inmediatamente con su tez morena.
Lupe, a
diferencia de Adán, reía cuando empezaba el desafío. Entre quejas y fuertes
risas alcanzaba velocidad en pocos segundos. Aún así, reía toda la carrera.
Cuando la miraba
sentía que era algo que no podía entender. No podía entender como alguien podía
reír con tanta vitalidad. Cuando ella reía parecía que su risa empezaba en la
mitad de su alma y terminaba intentando expulsar el resto de la realidad y del
mundo.
Supe después que
eso era el inicio de algo llamado amor. Algo que no entendía. Algo que quizás
nunca entendí.
Aunque la carrera
era intensa yo siempre me distraía si miraba a Lupe. Un día dejé de mirarla, pero
no de sentirla. Ganarle a Adán era una victoria disfrutable. El era un atleta que
empezaba a destacar en el instituto y yo no era nadie.
Ganarle a Lupe se
sentía extraño. No se sentía como nada. Quería darle mi victoria, quería darle
todo cuando reía.
Se sentía bueno
saber que era la rutina que hacíamos de manera constante, los tres.
Justo cuando
empezaba el recuerdo de una carrera donde al doblar la esquina sentía que caía
y que Lupe tomaba mi brazo para evitar que llegue al zanjón de la esquina del
instituto, empieza a aparecer una niebla que termina cerrándose sobre su
inmensa sonrisa y los contornos rosas de su boca. Un triste recuerdo que no
quería perder y se resistía como le pasaba a Alicia, con el gato de Cheshire.
Su sonrisa se
perdía y mis ojos empezaban a ver las molestas luces fluorescentes del
hospital.
Estaba boca arriba. No había nadie más cerca, excepto la enfermera
que tenía un termómetro en la mano.
Fue un sueño que
me dejó una sensación de optimismo ausente y dulce. Mientras saboreaba la
sonrisa de Lupe que casi podía seguir viendo frente a mí, la enfermera me
pregunta si estaba listo y empezaba a mover pesadamente las ruedas de la cama.
Me llevaban a
terapia intensiva.
#quedateencasa
#cuarentena
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